… y una gota rebelde intentaba saltar desde su frente a su ojo izquierdo, pero lo cerró. Ahora mismo le bastaba con el derecho. Siguió moviendo con calma el cepillo dejando caer poco a poco la arenisca que la cubría. Escuchaba su propia respiración y eso la tranquilizaba.
– ¡Dora! – alguien gritaba desde la terraza superior.
– No, no, no, no, no… – susurró Dora.
– ¡Dora, teléfono! – la voz se acercaba.
– Joder.
Dora se separó bruscamente de la pared, bajó la cabeza y expulsó el aire de golpe.
– Así no se puede… no se puede hacer nada.
Héctor bajaba corriendo por la pasarela que se encontraba a la derecha de Dora. Como era costumbre en él, tropezó pero no se cayó. Llegó a trompicones hasta Dora, con el brazo extendido ofreciéndole el teléfono.
– Es Claude, – jadeó – dice que es urgente.
– Ya, gracias – Dora cogió el teléfono para contestar – Claude, soy Dora.
– ¡Hola, cariño!
– Hola, corazón. ¿Qué puede ser tan urgente? – preguntó Dora – Casi consigues que Héctor se mate.
– ¡Pero si no le he dicho que fuera urgente! – respondió Claude – Tengo las fotos que me pediste. La verdad es que el friso está un poco deteriorado, pero he podido sacar una muy buena definición de los textos. Te las mando hoy mismo por correo y te llegarán en tres o cuatro días.
– Gracias, Claude. ¿Puedes mandármelas antes por correo electrónico? – Dora estaba impaciente por verlas – Así puedo ir avanzando un poco.
– Claro, claro. Ahora mismo. ¿Necesitas alguna cosita más? – preguntó Claude.
– Nada más, Claude. Eres un sol – Dora estaba segura de que se le terminaría ocurriendo otro encargo para él, pero no por el momento – No sabes cuánto te lo agradezco. Besitos.
– Ciao, Dorita.
Dora conoció a Claude en un congreso de verano, en París. Ella estaba terminando su tesis doctoral y Claude comenzaba la suya. Dora pudo ayudarle, sobre todo a la hora de participar en las excavaciones en Grecia, donde ella tenía muchos contactos. Y Claude consiguió un puesto en el Louvre, así que Dora tenía acceso a una gran colección de piezas para su trabajo. Era una relación muy productiva.
En esta ocasión Dora le pidió a Claude que le localizara en el Louvre unas piezas de la colección griega del museo. No eran de las conocidas ni de las que llamaban la atención, pero la arqueóloga había encontrado algo en su excavación que le había hecho recordarlas. Eran un par de fragmentos de un pequeño friso que se hallaron en las ruinas de un templo menor, a unos doscientos kilómetros de Delfos. Lo que las hacía valiosas para Dora era el texto que formaban porque se parecía bastante al que ella estaba intentando sacar a la luz en su excavación. El problema era que la inscripción de Dora no estaba completa y las del Louvre eran un modelo de comparación casi perfecto.
– ¡Héctor! – Dora no conseguía explicarse la facilidad que tenía su ayudante para desaparecer. Además, no es que se desvaneciera para evitar trabajar; al contrario, dondequiera que estuviese en ese momento, seguro que estaba adelantando trabajo – ¡Héctor!
De nuevo se escucharon los pasos de Héctor corriendo por las tablas de las pasarelas. Dora esperaba verle aterrizar en cualquier momento frente a ella… o encima de ella, así que se levantó y se apartó. Por si acaso. Afortunadamente Héctor consiguió llegar abajo sin caerse.
– Héctor, por favor, – le dijo Dora seriamente – un día tendrás un accidente y te vas a abrir la cabeza. ¿No puedes ir más despacio?
– Sí puedo, – contestó Héctor sonriendo – pero así… gano algo de tiempo.
– Lo que vas a ganar es tener tres dientes menos – Dora le dio su botella de agua para que se refrescara y recuperara un poco el aliento – ¿Mejor?
– Sí, sí… gracias.
– Vale. Oye, Claude va a enviarme unas fotos por correo electrónico – le dijo Dora – ¿Podrías imprimirlas y traerlas, por favor?
– Claro, – contestó Héctor – ahora mismo – y se dio bruscamente la vuelta para empezar a correr.
– ¡Héctor! – le gritó Dora – No es necesario que vueles – Héctor no contestó – ¡Te lo digo en serio!
Dora volvió a sentarse frente a la inscripción, cogió el cepillo y continuó quitando con suavidad la tierra que la cubría. Habían encontrado aquella puerta cegada con una pared de ladrillo un par de días antes. Se encontraba bajo el templo de Crío que Dora excavaba desde hacía unos años y lo cierto es que la tenía desconcertada. Si el templo había sido construido en torno al siglo VI a.C., aquella entrada tenía que dar paso a una estancia mucho más antigua. Además, la inscripción estaba escrita en un griego arcaico que ella no podía leer correctamente, así que estaba en un punto muerto. Las fotos que le había pedido a Claude podrían ayudar a descifrar la parte de inscripción que había sobrevivido al paso de los siglos, pero no estaba convencida de poder traducir aquel fragmento de texto por completo. Dora escuchó pasos que se acercaban y levantó la vista. Héctor se acercaba despacio, enfrascado en las fotografías que habían enviado desde París.
– Vaya, no pensé que me harías caso – Dora se incorporó sorprendida por la calma de Héctor – ¿Qué hay en las fotografías para que hayas dejado de correr?
– Es que… – Héctor miró la inscripción que Dora estaba limpiando – ¿Sabes a qué me recuerda?
– No tengo ni idea – Dora sonreía porque sabía que Héctor tenía una memoria privilegiada y era capaz de relacionar cosas que los demás ni siquiera podrían imaginar.
– La Tablilla de Pella – Héctor miró a Dora arqueando las cejas ligeramente.
– ¿Una maldición? – Dora volvió la vista hacia la inscripción del dintel de la puerta – Normalmente las escribían sobre planchas de plomo o de madera, o de piedra pero no en paredes ni puertas.
– Sí, pero fíjate en la grafía – Héctor le mostró las fotografías – Es muy antigua, no es griego clásico. La de Pella está escrita en el antiguo idioma macedonio; quizá tenemos algo parecido.
– ¿Puedes leer algo? – preguntó Dora concentrada en el texto – Podría ser el antiguo lenguaje ateniense, pero estas dos letras, no sé, podrían ser gammas.
– La verdad es que recuerdo muy poco de griego arcaico, pero… a ver –Héctor miró concienzudamente la inscripción que todavía podía verse en el dintel – Esto es gamma mayúscula, seguro, y la segunda y la última… – Héctor buscaba en su memoria algo que le ayudara – Ya está; fíjate, son alfa, las dos, pero en mayúscula y en el jónico anterior al griego clásico. Así que tiene sentido que en medio haya una iota. Aquí dice Gaia; es decir, Gea, la diosa Tierra.